Sea la celebración de la Misa conventual el centro de la liturgia de la comunidad. Pues, como memorial de la muerte y resurrección del Señor, es vínculo de caridad fraterna y fuente primera de la fuerza apostólica.
Por lo cual, es mejor* que la Misa conventual sea concelebrada, porque en ella se significa de un modo más propio la unidad del ministerio sacerdotal y de la comunidad.
Se recomienda a todos los presbíteros la celebración cotidiana del Sacrificio eucarístico que, aun cuando no se dé presencia del pueblo fiel, es acto de Cristo y de la Iglesia.
Los frailes no presbíteros participen en la Misa cada día.
Los frailes deben celebrar públicamente la Misa conventual y el oficio divino; y ya que la liturgia es acción de todo el pueblo de Dios, se ha de favorecer la participación de los fieles en nuestras celebraciones.
Por voluntad misma de santo Domingo debe tenerse la celebración solemne y comunitaria de la liturgia entre los principales oficios de nuestra vocación.
En la liturgia, y en la Eucaristía, actúa, hecho presente, el misterio de la salvación, en el que los frailes participan y contemplan y por la predicación anuncian a los hombres para que éstos se incorporen a Cristo mediante los sacramentos de la fe.
En ella, los frailes, unidos a Cristo, glorifican a Dios por el eterno propósito de su voluntad y la admirable dispensación de la gracia, y ruegan al Padre de las misericordias por toda la Iglesia, y por las necesidades y salvación de todo el mundo. Por esto, la celebración de la liturgia es el centro y el corazón de toda nuestra vida, cuya unidad sobre todo radica en ella.
Para fomentar la observancia regular y la saludable enmienda de los frailes, pueden hacer correcciones los superiores, moderadores de centros de estudios y maestros de los frailes en formación.
La consagración religiosa y la vocación apostólica urgen a los frailes más que al resto de los fieles a negarse a sí mismos, a cargar con su cruz y a llevar en el cuerpo y en el alma la mortificación de Jesús, y de esta manera merecer para sí mismos y para los demás hombres la gloria de la resurrección.
A imitación de santo Domingo «que viviendo en la carne caminaba en el espíritu y no sólo no realizaba los impulsos de la carne, sino que los hacía desaparecer,1 los frailes practiquen la virtud de la penitencia, sobre todo, observando con fidelidad todo lo que pertenece a nuestra vida.
El hábito de la Orden consta de túnica blanca con escapulario y capilla blancos, capa y capilla negras y correa de cuero con rosario (cf. Apéndice n. 3).
El silencio sea observado diligentemente por los frailes, sobre todo en los lugares y tiempos destinados a la oración y al estudio; pues es la defensa de toda la observancia, y contribuye sobre todo a la vida interior religiosa, a la paz, a la oración, al estudio de la verdad y a la sinceridad de la predicación.
El silencio debe ordenarse con tal espíritu de caridad que no impida las conversaciones beneficiosas.
Para que nuestros frailes puedan entregarse mejor a la contemplación y al estudio, para que, además, se aumente la intimidad de familia y para que se manifiesten la fidelidad y la índole de nuestra vida religiosa, en nuestros conventos debe conservarse la clausura.
Pertenecen a la observancia regular todos los elementos que constituyen la vida dominicana y que son ordenados mediante la disciplina común. Entre ellos destacan la vida común, la celebración de la liturgia y la oración secreta,2 el cumplimiento de los votos, el estudio asiduo de la verdad y el ministerio apostólico, a cuyo fiel cumplimiento nos ayudan la clausura, el silencio, el hábito y las obras de penitencia.
La observancia regular, asumida de la tradición por santo Domingo o innovada por él, ordena nuestro modo de vida en tal manera que nos ayuda en nuestro propósito de seguir más de cerca a Cristo, y a que podamos realizar con mayor eficacia la vida apostólica. Por lo que, para permanecer fieles a nuestra vocación, pongamos la mayor atención a la observancia regular, amémosla de corazón y esforcémonos en llevarla a la práctica.