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  1. Por consiguiente, debemos estimar la profesión de castidad como un don privilegiado de la gracia, por el cual nos unimos más fácilmente a Dios con un corazón indiviso, y nos consagramos a Él con mayor intimidad. Y, por otra parte, imitando la vida virginal de Cristo, que por amor a la Iglesia se entregó a sí mismo por ella, a impulsos de nuestra vocación apostólica, nos entregamos totalmente a la Iglesia, con un amor más pleno hacia los hombres; y sirviendo a la obra de regeneración eterna, nos hacemos más aptos los que en Cristo recibimos una más amplia paternidad.
  2. Por el ejercicio de la castidad, alcanzamos gradualmente y con mayor eficacia la purificación del corazón, la libertad del espíritu y el fervor de la caridad. Y por eso mismo alcanzamos un mayor dominio del alma y del cuerpo, y un mayor desarrollo de toda nuestra personalidad, que nos capacita para practicar un trato sereno y saludable con todos los hombres.
  3. Además, la vida de castidad profesada por los frailes es un servicio valioso, y un testimonio elocuente del reino de Dios ya presente, al mismo tiempo que es un signo especial del reino futuro celestial en el que Cristo presentará a la Iglesia como esposa engalanada para sí.