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  1. Escuchando con atención al Señor, que dice: «Anda, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme», 1hemos decidido ser pobres tanto materialmente como de espíritu, de forma que mientras intentamos arrancar a los hombres del dominio que sobre ellos ejercen las riquezas, y encaminarlos hacia los bienes del cielo, venzamos también nosotros la codicia mediante nuestra configuración con Cristo que «se hizo pobre por nosotros, para que nosotros fuésemos ricos con su pobreza».2
  2. Ese espíritu de pobreza nos apremia a poner nuestro tesoro en la justicia del reino de Dios con una plena confianza en el Señor. La pobreza nos libera de la servidumbre: más aún, nos aparta de la preocupación por las cosas de este mundo, para que nos adhiramos más plenamente a Dios, nos dediquemos a Él más prontamente y hablemos de Él más audazmente. Mientras que respecto a nosotros exige una moderación que nos pone en más íntimo contacto con los pobres, a quienes debemos evangelizar; respecto de los frailes y demás prójimos es, a la vez, liberalidad, ya que, por el reino de Dios, y sobre todo por las necesidades del estudio y del ministerio de la salvación, empleamos con gusto nuestros recursos «para que en todas las cosas utilizadas por una necesidad transitoria se destaque la caridad, que permanece siempre».3
  • 1

    Mt 19, 21.

  • 2

    2 Cor 8, 9.

  • 3

    Regla de san Agustín, n. 5