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- Escuchando con atención al Señor, que dice: «Anda, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme», hemos decidido ser pobres tanto materialmente como de espíritu, de forma que mientras intentamos arrancar a los hombres del dominio que sobre ellos ejercen las riquezas, y encaminarlos hacia los bienes del cielo, venzamos también nosotros la codicia mediante nuestra configuración con Cristo que «se hizo pobre por nosotros, para que nosotros fuésemos ricos con su pobreza».
- Ese espíritu de pobreza nos apremia a poner nuestro tesoro en la justicia del reino de Dios con una plena confianza en el Señor. La pobreza nos libera de la servidumbre: más aún, nos aparta de la preocupación por las cosas de este mundo, para que nos adhiramos más plenamente a Dios, nos dediquemos a Él más prontamente y hablemos de Él más audazmente. Mientras que respecto a nosotros exige una moderación que nos pone en más íntimo contacto con los pobres, a quienes debemos evangelizar; respecto de los frailes y demás prójimos es, a la vez, liberalidad, ya que, por el reino de Dios, y sobre todo por las necesidades del estudio y del ministerio de la salvación, empleamos con gusto nuestros recursos «para que en todas las cosas utilizadas por una necesidad transitoria se destaque la caridad, que permanece siempre».